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Principios del Arte
Figura A
En la etapa cuaternaria del Arte esta figura contiene los dieciséis atributos de Dios, llamados ‘dignidades’ (o algunas veces ‘virtudes’), cuyas semejanzas se reflejan en la realidad creada. La figura se dibuja con una red completa de líneas entrecruzadas para mostrar que cada una de estas dignidades concuerda con las otras. En la etapa ternaria del Arte se reducen a nueve: bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, voluntad, virtud, verdad y gloria.
En este momento ya no se llaman ‘dignidades’, sino ‘principios’, porque no se aplican exclusivamente a Dios, sino a toda la escala de los seres. Estas dos funciones se diferencian porque las dignidades en el mundo creado se pueden distinguir las unas de las otras, pero coinciden y son idénticas en Dios, donde se pueden predicar mutuamente. En Dios, por ejemplo, la bondad es grande y la grandeza es buena. El rasgo distintivo de Dios reside en este hecho y nos permite definirlo exclusivamente: Dios es el ser en que la bondad, la grandeza, la eternidad y el resto de dignidades coinciden; de aquí se sigue la demostración per aequiparantiam o argumento de identidad —es decir, la identidad de Dios con sus dignidades y de estas con ellas mismas.
Figura T
Este segundo grupo de principios se estableció en el Arte cuaternaria para determinar los posibles modos de relación existentes entre otros conceptos del Arte. Consiste en cinco triángulos de tres conceptos cada uno: Dios, criatura, operación; diferencia, concordancia, contrariedad; principio, medio, fin; mayoridad, igualdad, minoridad; afirmación, duda, negación. Así Llull podía establecer, por ejemplo, la concordancia entre dos dignidades o la contrariedad entre una virtud y un vicio. En el Arte ternaria el primer y el último triángulo desaparecieron y los componentes de la figura se redujeron a nueve. En este momento aparecen las definiciones de estos conceptos, como por ejemplo ‘concordancia es ente por razón del cual bondad, etc., en una cosa y en muchas concuerdan’. Por otro lado, son considerados como principios generales, aplicables a toda la jerarquía del ser (con la excepción de ‘contrariedad’ y ‘minoridad’, que no tienen cabida en Dios) y pueden ‘mezclarse’ con los principios de la Figura A para producir los argumentos que haga falta.
La doctrina de los principios se completó con la de los ‘correlativos’, una articulación original de la ontología dinámica de Llull. Los correlativos tienen su origen en un desplegamiento de la forma nominal de los verbos transitivos: el participio presente como forma activa, el participio pasado como pasiva y el infinitivo como nexo entre los dos. De este modo, Llull hacía general una doctrina que san Agustín, para explicar el misterio de la Trinidad, había aplicado a los verbos que expresaban las actividades del alma (‘conociendo’, ‘conocido’ y ‘conocer’, ‘amando’, ‘amado’ y ‘amar’, etc. ). Entonces cada uno de los principios de Llull, una vez convertido esencialmente en una fuerza activa, se desplegaba formando la tríada de sus correlativos (‘Bondad’, por ejemplo, = ‘bonificativo’, ‘bonificable’ y ‘bonificar’; ‘grandeza’ = ‘magnificativo’, ‘magnificable’ y ‘magnificar’, etc.). Llull se dio cuenta de que los lectores se podían alarmar ante un lenguaje aparentemente excéntrico y sin sentido. Pero no era esta la cuestión; lo que Llull deseaba expresar mediante esta terminología extraña y particular era un mensaje de gran alcance: puesto que Dios era infinitamente activo y fecundo, sus dignidades no podían permanecer eternamente ociosas y estériles. A partir de esta nueva teoría, que se convierte en el principio fundamental de la teología de Llull, se podían deducir racionalmente la Trinidad y la Encarnación. Por otro lado, la teoría también era relevante desde un punto de vista filosófico. Como expresión de una concepción dinámica del ser, el repertorio de los correlativos pone en marcha todo el edificio del sistema de Llull; mediante los correlativos incluso el mundo participaba del ritmo vital trinitario presente en la creación divina.
El Arte llevaba el complemento de una serie de signos y dispositivos gráficos con los que Llull expresaba sus elementos y su combinación. Los principales eran el Alfabeto, las Figuras y la Tabla. El Alfabeto asignaba letras a diversos conceptos del Arte. En la etapa cuaternaria —en el Ars demonstrativa por ejemplo— las veintitrés letras del alfabeto latino medieval representan un complicado despliegue de conceptos y figuras. En la etapa ternaria las letras de la B a la K representan los nueve conceptos de cada serie de los componentes del Arte (sobre todo los de las Figuras A y T). Las Figuras se usaban para agrupar diversos conceptos del Arte en secuencias homogéneas. En la etapa cuaternaria eran en número de doce o dieciséis y, con una excepción, eran de dos tipos: las unas eran circulares, con líneas entrecruzadas para mostrar las concordancias entre los componentes; las otras presentaban una disposición triangular de compartimentos binarios, una disposición llamada técnicamente una ‘media matriz’; cada una se correspondía con una de las figuras circulares. La única excepción era la Figura Elemental, compuesta por cuatro cuadrados de dieciséis compartimentos que representan las diversas combinaciones de los cuatro elementos de la fisiología medieval: tierra, aire, fuego y agua. En la etapa ternaria las figuras se redujeron a cuatro: dos circulares para A y T (sin las líneas entrecruzadas), una media matriz para las posibles combinaciones binarias de las nueve letras del Alfabeto y una figura giratoria que mostraba todas las combinaciones ternarias posibles de estas mismas letras. Finalmente, la Tabla, de 84 columnas de 20 componentes cada una, resuelve todas las posibles combinaciones ternarias implícitas en la Cuarta Figura giratoria.
La interacción de todos estos elementos da lugar a una ‘combinatoria’. De hecho, Llull, en armonía con la lógica medieval, concibió su Arte como una herramienta para forjar juicios y silogismos. Como hemos visto, fue con este propósito que empezó a asignar letras a diversos conceptos del Arte. Después, por medio de combinaciones binarias y ternarias de letras, estableció la relación necesaria entre los términos de un juicio o de un cierto número de juicios. Llull llamó a esta operación ‘fer cambres’ [‘formar compartimentos’]. Todo este mecanismo se encaminaba hacia una finalidad específica: descubrir en cualquier área temática los términos apropiados para formar juicios y silogismos, y de este modo construir razonamientos lógicos mediante una forma de necesidad matemática. Es aquí, en este intento, ingenuo y genial a la vez, de mecanizar y matematizar el conocimiento —una anticipación distante de la lógica simbólica moderna—, donde arraigan los fundamentos del peculiar poder de seducción que ha ejercido el Arte de Llull a través de la historia, desde los tiempos de Nicolás de Cusa a los de Leibniz.